Por Omar Miranda Flores
I
El
Claudio tenía los ojos verdes. Había andado en la Sierra dizque haciendo
estudios de campo. Era uno de esos que estudian la antropología, de los que
mandan de Chihuahua con los rarámuris para que, con unos cuantos centavos,
averigüen las cosas de los indios. Estuvo cinco meses en las comunidades, ¿y
qué les fue a sacar a esos cabezas de piedra? Pos nada. Era un sabochi
agradable y hasta guapetón, seguro pensaron, pero nomás. Se puso sus buenas
tesgüinadas con ellos, eso sí. En los alcoholes y en las pirujas de la Teresa
—porque no le entraba nunca a las indias— se le fue todo el dinero de los
viáticos, según él mismo me platicó. Se quedó por allá dos semanas demás, de
puritito dejarse llevar por la apetencia de los vicios. Los últimos sesenta
pesos, los que eran para desvolverse en el tren, se los dio al hijo mudo de la
mejor vieja del congal. Él tenía esos gestos; no por caridad, nomás porque de
todos modos podía venirse de raite, me dijo. Mejor que fueran pa’l mocoso que
tanta lástima le daba, que pa’ los del ferrocarril esos, dizque capitalistas
jijos de no sé quién.
Hará cosa de un mes
que pasó por Bahuichivo. Acá lo agarró la suerte. Tenía la esperanza de alcanzar
un camión maderero pa’ llegar de perdido hasta el valle, ya aburrido de tanto
pino. Pero como no era de por aquí, pos no sabía los tiempos de las salidas. Ya
desde el día anterior habían bajado los camiones al valle de San Antonio —los
pocos que bajaban—, y como ya había entrado la tarde, pos de plano tuvo que
quedarse aquí en el pueblo. La gente lo vio caminar por la calle ancha. Tenía
la idea de entrar a un comercio pa’ pedir un rincón de cualquier corral dónde
echarse a dormir. Se veía muy fregado el cabrón, daba lástima; pero eso sí, con
ese airecito de capitalino que pa’ qué le cuento, y ni qué decir de los ojotes
que le echaba a uno.
II
Un hombre en
Bahuichivo o trabaja en los aserraderos o se va pa’l Otro Lado; o de a tiro se
pone a sembrar yerba. Jacinto es de los que se quedaron, pa’que me entienda, y
el pobre tuvo la mala suerte de toparse con el Claudio. Iba con su carrucha,
muy pazguato el Jacinto, ahy por donde se encaminaba con tanto gusto a esas
horas. Aún había sol cuando dejó a Claudio instalado en el cuarto de tiliches
de su casa, allí mismo donde las gallinas escogían pa’ empollar. Duérmase
temprano, el tren pasa a las cinco, le dijo Jacinto después de hasta darle
feria pa’l boleto al güerito aquel, porque el Jacinto también tenía sus gestos.
Pero al pela’o ese le faltaba mucho rato para irse a dormir. El Claudio se
salió a caminar por el merito rumbo que había agarrado su dizque amigo, el cara
de indio este que le había dado dinero pa’l tren.
El pueblo completito
era de madera cruda, pa’que me entienda; o de restos de aserradero, según se quiera
ver. Todo era así: las casitas regadas por el monte invadido de gentes, cada
vez más invadido; las cercas, de estacas largas largas, arrepegadas con ixtle;
hasta el pellejo de los ancianos era de madera, se lo digo yo. Estos perros
conservan algo de lobo, segurito iba pensando el Claudio. Bravos en sus patios,
dejaban caer sobre el olor a bosque la bala de sus ladridos. En esas andaba el
güerito cuando la vio. Estaba la mujer aquella metiendo a la casa a los dos
mocosos, sus hijos, que ya era tarde, que cenaran para que se fueran a dormir.
La Agustina tenía muy redonditos los pies, siempre descalzos, y una como
soltura agradable en las manos. Pero no fue eso lo que el tipo de la ciudad se
le había quedado mirando, si lo sabré yo. Los muslos firmes de la hembra fue lo
que vio, cómo le redondeaban la falda de holanes largos que le gustaba ponerse
cuando hacía el quehacer; y los pechitos mal contenidos en su blusa a medio
abrir —también eso se le quedo mirando—, cómo le caían sabrosos cuando se
agachaba… ¿En qué otra cosa se pudo haber fijado el cabrón? A ver, dígame.
III
Los ojos de la
Agustina, de cara limpia aunque algo fregada por la vejez de dos alumbramientos,
se encontraron por mala suerte con los ojos verdes del Claudio. El tipo le echó
el mismo discurso que ya le había granjeado un lugar entre las gallinas
culecas. Y ella, pos habrá sentido algo parecido a la lástima, digo yo. Ni
pensó en los vecinos cuando lo metió quezque pa’ servirle un taco. Debajo de la
mesa labrada muy a lo tosco, subía el olor del piso de tierra, un olor húmedo
que al llegar a la altura de los codos aumentaba el sabor de las cosas. Comimos
retebien esa noche: tortillas de maiz con manteca y unos buenos platotes de
frijoles humeantes, con harto chile, pa’ variar. Al Jacinto siempre le ha
gustado sentarse allí mismito en ese lugar donde estaba sentado el güerito.
Nomás imagínese cómo se le descompuso la mueca al Jacinto cuando lo vio a la
cabecera de su mesa, donde él mandaba desde hacía muy antes.
—Es de Chihuahua,
traiba hambre y me dio lástima —la Agustina no daba explicaciones, describía lo
que había pasado, nomás.
La muy abnegada
madre, ya bien cenados, mandó a los niños a dormir. Los acomodó, fuera de toda
costumbre, allá hasta el cuarto más lejano, pa’ que no fueran a escuchar lo que
usted ya se imaginará.
El Jacinto sí tuvo
necesidad de explicarse:
—Ella es la señora de
mi primo —le decía a Claudio mientras comían—. Yo a veces vengo a ayudarla con
los asuntos del hombre.
Eso fue todo lo que
dijeron, nadie habló más. La Agustina estuvo cenando de pie, en lo que llevaba
las tortillas del comal a la mesa. El silencio alargó su peste por varios
minutos, hasta que la mujer quiso volver a hablar:
—Mejor ya váyase,
Jacinto, pa’ que lo vean salir los vecinos.
—Vámonos pues, Güero
—alcanzó a componer el susodicho, descontrolado por la invitación a largarse
así tan de pronto.
—No, él se va a
quedar aquí —dijo la Agustina, así como si nada.
El Jacinto nomás tragó
saliva. Sus puños no se permitieron un golpe ni en la mesa ni al cerrar la puerta.
Ya solos, todo fue
que el Güero la tocara por los hombros, que la tomara luego de las caderas pa’,
bien pegado, arrejuntarse las nalgas de la hembra; y que luego le dijera algo
lento y convincente desde los bellitos de la nuca hasta adentrito de las
orejas, pa’ que ella volteara hacia él, pa’ que se le trepara abrazándolo con
brazos y piernas —yo mismo los vide desde lejos.
Fíjese si la suerte
no escupe pa’l lado ciego: el Claudio llegó a pata y con hambre, y esa misma
noche tuvo comida, techo y mujer. No, si Dios no es parejo, qué va.
IV
Duérmase temprano, Jacinto se lo
había advertido. El muy cabrón se quedó encerrado con ella ¡más de dos semanas!
Ya mejor ni me acerqué a la casa de la Agustina. Pero eso sí, averigüé cuándo
se iba el jijo de la gran puta y hasta hice mis planes pa’ despedirlo como se
debía. Él tenía que irse por el aserradero pa’ llegar a donde pasa el tren. A
esas horas todavía faltaba un buen rato antes del inicio de turno de los
trabajadores. Los humos de la trementina subían desde entre el aserrín, inundándole
a uno los pulmones de un como olor a bosque muerto. Nomás la oreja ducha me dejó
notar el lugar de sus pasos —la madrugada era muy negra. No sé cómo alcancé a
vislumbrarle la espalda. La primera tajada de mi machete no lo dejó ni terminar
el grito. Lo subí a la carrucha donde cargo las herramientas —soy agricultor.
Lo llevé por donde yo sé hasta las vías del tren y lo dejé allí acostadito. En
Chihuahua dijeron que no conocía los rumbos, que dizque andaba a pie por las
vías el muy ocurrente —eso decían por allá. ¿Que cómo lo sé? Pues sepa usted
que Jacinto Urrutia, su seguro servidor, siempre lee los periódicos, sentado
así a la cabecera de la mesa, como me ve ahorita, en casa ’e mi finado primo y
su mujer.
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