Por Antonio Muñoz Molina
La gran ventaja de la ignorancia es que permite de vez en cuando la
alegría del descubrimiento. Yo escribo ahora mismo urgido por esa alegría, por
el asombro de haber encontrado una escritura de la que hasta hace unos días no
sabía nada y que ahora va conmigo como una voz nueva y fiel, con esa suprema
cualidad portátil que tiene la poesía, gracias a la cual uno puede llevar en el
bolsillo la obra completa de una vida. El mes pasado, cuando oí o leí el nombre
del ganador del Nobel de Literatura, me encogí de hombros, casi como todo el
mundo, con ese instinto de recelo o indiferencia hacia lo desconocido del que
no está libre nadie. Un poeta sueco. Un poeta sueco con un nombre que uno nunca
ha escuchado y que no se le queda en la memoria. Tomas Tranströmer. Uno, aunque
no lo quiera, es tan provinciano que automáticamente considera falto de mérito
o poco importante a un escritor por el simple hecho de que nunca ha escuchado
su nombre. Como si uno lo supiera todo.
Pero encontré aquí y allá opiniones favorables de personas de las que me
fío y me despertó simpatía la imagen de ese hombre reducido al silencio y
paralizado a medias que tenía en las fotos una cara de inteligencia y bondad y
que sigue tocando el piano aunque apenas pueda hablar. Me prometí que leería
algo, aun con la expectativa limitada de la traducción. Leer poesía traducida
es aceptar que uno está perdiéndose en el mejor de los casos entre la cuarta
parte y la mitad de lo que hay en el original. Leer poesía traducida de una
lengua que uno ignora por completo es saltar al vacío. Poesía, argumentan
algunos derrotistas, es precisamente aquello que se pierde al ser traducido.
Hay poetas, poemas, que resisten bien la traducción. Antonio Machado y
Federico García Lorca, que nunca faltan en las secciones de poesía de las
buenas librerías americanas, se leen con una claridad magnífica en inglés. Una
buena parte de la gran poesía americana, su naturalidad expansiva, viaja bien
al español: incluso la solemnidad visionaria de Wallace Stevens, o el fraseo
fingidamente coloquial de William Carlos Williams, que tradujo por cierto a
Miguel Hernández, y que a veces tiene un ritmo entrecortado como de Jorge
Manrique. Y hay fenómenos prodigiosos como las traducciones que ha hecho Edith
Grossman de los sonetos que a uno le parecen más intraducibles de Quevedo o de
Góngora, o el más difícil todavía de las Soledades, que cuando Edith las recita en inglés parece que se escribieron en esa
lengua y también que preservan intactos los retorcimientos y los relumbres de
Góngora.
Pero cómo sería posible trasladar al español la cantinela de metrónomo o
de redoble fúnebre de Baudelaire o de Mallarmé, o esa música sofisticada que
dicen que hay en la poesía rusa. O la tensión sintética de la poesía latina,
que une entre sí las palabras con una fuerza recóndita tan poderosa como la que
une los protones y los neutrones en el núcleo de un átomo.
Tengo la intuición de que Tomas Tranströmer sí puede ser razonablemente
bien traducido. Hace unos días, en la primera librería de Nueva York en la que
entré con algo de hambre atrasada después de meses de ausencia, vi de nuevo su
nombre que había olvidado y un volumen austeramente editado en blanco y negro
por New Directions que contiene toda su obra poética en prosa y verso en poco
más de doscientas cincuenta páginas. Se titula The Great Enigma, y el traductor al inglés es Robin Fulton. Uno a veces compra los libros
no porque tenga verdadero interés sino por la simple gula de comprarlos. Pero
New Directions es la editorial que publicó originalmente a William Carlos
Williams, y también a mi muy admirada Denise Levertov, y parece que sus libros
tienen una astucia sutil para deslizarse entre los dedos del lector aturdido o
abrumado por un exceso de posibilidades. No puedo imaginar cómo sonarán en
sueco los poemas de Tomas Tranströmer. Pero en inglés, en un banco en un parque
al sol de noviembre, en un vagón de metro, en una noche silenciosa de insomnio,
junto a una ventana en una tarde en la que ha cambiado la hora y se hace de
noche inesperadamente, esa poesía desconcierta un poco primero como una música
que uno no ha escuchado nunca y después se impone, gradualmente, hasta un punto
parecido a la intoxicación, o a lo que llamó Claudio Rodríguez el don de la
ebriedad.
La mejor literatura tiene un efecto físico. Provoca una inundación de
vehemencia, como la inundación de endorfinas de una carrera o de una caminata
larga y sostenida. Es el efecto físico de Whitman, o del Antiguo Testamento, el
de Campos de Castilla o Poeta
en Nueva York, el de Las flores del mal, el de Moby
Dick o ciertos capítulos de Ulises. Yo he salido a caminar durante dos horas a lo largo de la orilla del río
Hudson y he llevado conmigo los poemas de Tomas Tranströmer. Hay que encontrar
el ritmo de la caminata, lo primero de todo. Hay que adaptar el oído: como
cuando uno se familiariza despacio con una música rara y poco a poco
arrebatadora, los cuartetos de cuerda de Béla Bartók, la música de cámara de
Elliott Carter, los Preludios de Ligeti. Al principio la voz de Tranströmer es así de
chocante. No la hemos escuchado nunca. No se parece a ninguna otra. Lo
cotidiano y lo visionario se superponen en el mismo poema, los paisajes de la
naturaleza y los de los sueños, la pesadumbre sórdida de la soledad y la franca
alegría del amor. Unas veces la forma se contiene hasta la concisión de un
haiku: otras se expande en anchas corrientes narrativas, a la manera de Eliot
en los Cuatro cuartetos o de los encabalgamientos de Whitman o las amplitudes
épicas de Derek Walcott, con su confianza casi insolente en la potestad de la
poesía para abarcar el mundo.
Pero en Tranströmer hay, junto a la posibilidad de la desmesura, una
contención probablemente escandinava. Es un Whitman o un Walcott metido para
adentro, un Eliot sin solemnidades litúrgicas, aunque con una intuición severa
de lo sagrado. Me paro a descansar en mi caminata frente al río y abro de nuevo
el libro de Tranströmer. Qué mezquindad, qué apocamiento que la literatura se
mida con la literatura, el arte con el arte. Con lo que la literatura y el arte
tienen que medirse es con el mundo, con la misma vida, como se miden las manos
extendidas de hierro de Eduardo Chillida con el mar Cantábrico, o los enanos de
Velázquez y los fusilados de Goya con nuestra pobre condición humana. Frente a
la anchura del Hudson leo Bálticos, el poema más largo de Tomas Tranströmer, que arranca
hablando de su abuelo materno cuando pilotaba buques en la bruma incierta del
mar, y la poesía, incluso traducida, resiste la confrontación con ese paisaje
desmedido.
En cuanto termine de escribir y haya mandado esta crónica seguiré
leyendo.
The Great Enigma. Tomas Tranströmer.
Traducción de Robin Fulton. New Directions, 2007. 288 páginas. ndbooks.com/book/the-great-enigma.
Tomastranstromer.net. En español, la obra de Tomas Tranströmer está publicada en Nordicalibros,
Hiperión y bid & co editor, y en catalán en Periféric. antoniomuñozmolina.es
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