Por Héctor Iván González
La primera vez que me planteé escribir estas líneas fue durante la lectura de El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad. Porque, mientras presenciaba ese despliegue de madurez intelectual, la maestría de los recursos narrativos, al mismo tiempo que sentía una prosa a la que se le puede calificar de perfecta, me daba cuenta de que lo hecho por Conrad era similar a dejar un boquete en la capa de ozono. Incluso, me obligaba a cuestionarme si los autores que inauguran este siglo han podido igualar o superar lo que estaba frente a mis ojos. La respuesta era un No definitivo. Quizá porque ese libro está compuesto por los elementos más ambiciosos, más auténticos, que alguien pudiese concebir. Y, simultáneamente, no dejaba de buscar un autor que hubiera hecho algo similar en los últimos años sin sentir que sería vana la búsqueda, porque ni siquiera aquellos investidos con las casullas que los distinguen como los escritores más dotados han penetrado tan hondo en los horrores del colonialismo o en la psique del hombre moderno.
Como por un acto reflejo pensé en las obras que dieron una pelea tan importante durante el siglo XX, en nuestro idioma y en nuestro continente, que sintetizaran cuestiones reales con una escritura impecable, y pensé que tendría que ser en ese espacio entre los años 50 y 70 donde podría encontrar obras que fueran nuestros “boquetes en la capa de ozono”, obras que marcaron un referente para todos aquéllos que tengan una relación con la novela. Surgieron algunos títulos como Pedro Páramo, esa síntesis de tantas literaturas que dialogan con los muertos; Paradiso, la más poética (y la más poema) de todas; Cien años de soledad, una torre babélica anclada en el centro de la América exuberante; Conversación en la Catedral con sus escaleras escherianas que obligan al lector a ir construyendo en la mente la trama con historias simultáneas; Rayuela, aquella educación sentimental con párrafos de deslumbrante barroquismo, de la cual reniegan algunos pero que goza de una solidez que no tienen las novelas más recientes; La muerte de Artemio Cruz, esa gran historia que vive a la sombra de novelas menores, y pensé en la obra entera de Juan Carlos Onetti, la cual en sí misma es un mundo total y absoluto comparable a La guerra y la paz, pero que –debido a ser escrita por un peatón, y no por un noble– fue suministrada en varios y separados tomos. Preferí pensar en obras, y no en personalidades, y así lo hacía porque desde el punto de vista que me interesaba los nombres estorbaban. Creo que es mejor buscar libros clásicos, no autores. Si, como se sabe, fue Aulio Gelio quien utilizó este término por primera vez para distinguir entre los scriptor classicus de los scriptor proletarius, es decir los que podían funcionar como modelos de conducta y de formación de aquellos que no tenían ese mismo fundamento y que sólo servían para divertir; a mí me serviría el término solamente a medias, como modelo, pero sobre todo desde la posibilidad y materialización de una obra a todas luces válida en el rostro más joven del mundo. ¿Es que a estas alturas podemos concebir un canon latinoamericano? Y de ser posible, ¿qué relación tendría con las obras actuales? ¿Podríamos decir lo mismo de éste de lo que se percibe en la obra de Conrad? Para responder tendríamos que empezar por valorar el peso real de algunas de las obras antes mencionadas y ver si es tan fácil pasarlas al sesgo como algunos autores han intentado.
Principalmente, sería interesante situarlas en una teoría crítica de origen científico que introdujo T. S. Eliot[1] al orden literario. Esta teoría consiste en señalar el momento histórico en que aparecieron las obras, qué era lo que sucedía en la novela latinoamericana antes de la aparición de éstas, de qué manera estas nuevas y diversas formas de concebir la literatura alteraron y obligaron a revalorizar el panorama y los elementos que los precedían. Para empezar podemos reconocer que había una novela histórica de la revolución que buscaba, más que recrear los momentos, crear una postura simplista para un fenómeno complejísimo, una postura nacionalista, propia del discurso oficial y simpatizante de una dependencia, en el uso del lenguaje, a lo más castizo y ‘correcto’ de la lengua; lo mismo que podríamos señalar en el costumbrismo cuyo ‘color local’ se retrataba hasta en las piedras y en el viento, donde los personajes no eran más que muñecos que el escritor manipulaba a su guisa. Cuyas escenas querían retratar el mundo que los rodeaba a la manera de un paisajista y no filmar a la manera de un arriesgado director de cine. Pero sobre todo, se trataba de una literatura de moraleja, de ejemplificación para portarse mejor, ser buen hijo o buen ciudadano, no para inquietarse ni para reparar en lo incógnito. Con buenas intenciones, los novelistas del siglo XX estaban llevando la literatura directamente al infierno del provincianismo; parafraseando a Monsiváis[2], había una crisis característica de falsa abundancia: se escribía mucho y se escribía muy mal en nuestra literatura. Por lo cual los jóvenes de esa época buscaron la literatura europea como una apertura: “Leíamos la nueva novela de Graham Green, la última novela de François Mauriac, de Pearl Buck o de Hemingway, pero estábamos de espalda a nuestra realidad”, dijo Cortázar[3] en España, se abocaron a conocer lenguas y traducían con arrojos temerarios. Es decir, ese grupo de jóvenes escritores, en el momento que les tocó hacer lo suyo, buscó nuevas temáticas, una subversión de las formas verbales, pero sobre todo fijó su atención en algo imprescindible, la técnica:
Esto coincidía con mi determinación de aprender a construir una estructura al mismo tiempo verosímil y fantástica, pero sin resquicios. Con modelos perfectos y esquivos, como Edipo rey, de Sófocles, cuyo protagonista investiga el asesinato de su padre y termina por descubrir que él mismo es el asesino; como “La pata del mono”, de W.W. Jacob, que es el cuento perfecto, donde todo cuanto sucede es casual; como Bola de sebo, de Maupassant, y tantos otros pecadores grandes a quienes Dios tenga en su reino.[4]
Por otro lado, era un grupo de autores que, contrario a los antiguos funcionarios que hacían literatura al mismo tiempo que despachaban decretos, tenían que ganarse la vida con su trabajo, ya fuese en el periodismo, la traducción, la docencia, la locución, y que además lo hacían desde un exilio al que los obligaba una plaga de dictadores en América Latina. Es decir, en el momento que se experimentaban una serie de coerciones políticas, la literatura fue la válvula de escape para la creación que ripostaba contra éstas y sus efectos perniciosos. En lo cual podemos ver un símbolo de rebeldía que devino en una examinación sistemática de la realidad que quería imponer el poder, una incorporación del lenguaje a los métodos creativos que liberaba la lengua de las prescripciones y amonestaciones españolas, y que interiorizaba una perspectiva universal de la concepción del arte como valor inalienable de los que estén dispuestos a dar la cara por él, ya no de las empresas “civilizatorias” o de arte sacramental. También, debido a la frecuencia de autores que realizaban una tarea parecida, v. gr. los autores de la “Generación perdida” de EU, estos escritores lograron asumir el –actualmente temido– compromiso estético-político:
Me formé dentro de la nueva novela, cuyos faros principales eran Hemingway y Faulkner, pero había muchos Steinbeck, Dos Passos, Lewis, y la diferencia era que nos metíamos a estudiar en serio cómo eran estas cosas. Y ahí descubrí yo que había una gran afinidad entre los novelistas del sur de los EU y la realidad que yo había conocido en Aracataca; por una razón sencilla: es que Aracataca era un pueblo bananero, y había sido construido por la United Fruit Company, y los campamentos que ellos hacían se parecían mucho a los campamentos del sur de los EU. Entonces, esto que me asombraba y me conmovía de Faulkner, por ejemplo, no sé si era por lo que me estaba contando, él de su tierra, o por la identificación que encontraba yo con Aracataca y con mi infancia. […] Las lecturas de los norteamericanos me sirvieron para descubrir eso, pero yo descubrí que ya lo traía dentro: fue donde agarré el verdadero camino.[5]
En suma, creo que este amasijo de elementos literarios y estéticos no se han repetido en la literatura de nuestros días, aunque ése no sea el problema sino que la coyuntura ha hecho que la literatura se encuentre en el binomio de la novela histórica o del narco, con lo cual ha quedado ceñida a lo más provinciano que se pueda concebir; o, en su otra vertiente provinciana, la literatura europea desde México, cuyo resultado evidente es el decir poco de ellos y poco de nosotros. Sin embargo, al parecer no todo está perdido, pues hay algunos autores que ya han hecho, a contra corriente de estas inercias, su propio “boquete” y que podrían reconocerse como uno de los herederos seguros de esta generación por volverse a plantear un diálogo con los artistas más señeros, como con Guimarães Rosa o Carlo Emilio Gadda, y que bien podríamos encontrar en la figura de Daniel Sada y su Porque parece mentir la verdad nunca se sabe (1999).
[1] T. S. Eliot, Lo clásico y el talento individual, trad. Pura López Colomé y Juan Carlos Rodríguez, México: UNAM, Pequeños grandes ensayos, 2004.
[2] Presentación al C.D. Julio Cortázar en Voz Viva de América Latina, México: UNAM, 1997, p. 12.
[3] Entrevista a Julio Cortázar por Joaquín Serrano. http://www.youtube.com/watch?v=Dgfr5k9dzfw
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