jueves, 11 de noviembre de 2010

Aproximadamente


Por Miguel Rodríguez Otero


En mi pueblo quedan aproximadamente veinte vecinos, de los que conozco casi todo, según creo: nombre, apodos, muertos conocidos y ocultos, y el acceso a alguno de sus misterios. También me codeo con sus vacas y sus perros, y estoy al tanto de amores, tormentos, aventuras y desengaños de todos ellos, hombres y bestias sin distinción. Los conozco a todos, pero digo aproximadamente porque de vez en cuando y sin previo aviso se va alguno, hombre o perro por igual. Se marcha a perderse, a adentrarse un poco más valle arriba, repitiéndose por los bares que anudan la carretera que lleva a la montaña.
Igual que los chamanes amazónicos, que se preparan ritualmente con hierbas y brebajes que les transportan a otros mundos más espirituales donde poder contactar con sus ancestros, en mi pueblo los hombres que se marchan a la montaña fuman Celtas y Bisontes sin filtro, y se predisponen con orujo hasta un estado de embriaguez que a duras penas les permite distinguir entre su abrigo de borreguillo y su perro. Ignoran las infusiones de hierbas del cura don Basilio, quien aun sin haber estado en la montaña conocía el rosario de bares que, como rito de iniciación, señalan el camino a la misma. De joven quiso ser chamán también él, pero su adiestramiento en el seminario limitó su conocimiento, su práctica o el afán por ambos a hierbas cristianas, tilas y demás tisanas.

Se van a la montaña como los bíblicos se iban al Sinaí, sólo que aquí no hay revelación alguna de dios ni del cartero, que vive un par de bares más abajo, en la misma falda del monte y de la Rosi, sino tan sólo una inmensa soledad. Se van a contactar con esa alma común del pueblo que conocieron de niños, mucho antes de la concentración parcelaria – esta maldita llanura que ha arrasado las selvas de lúpulo de la comarca y aplastado las exuberancias del carácter individual, de forma que lo que ha quedado ahora es un pueblo irreconocible y sin pasado evidente.

Y sobre todo se van para lograr un paso hacia la Argentina y saber de los suyos y de sí mismos, pues tienen intuición geográfica y saben por las cartas que recibieron muchos años atrás que no queda tan lejos del Amazonas. Quizás sea éste el conocimiento que se les revela en la montaña. Se van de vez en cuando para respirar otros aires, para recorrer mundo y acortar sus propias distancias, y husmean cada uno de los bares que – como estaciones de tren andinas – señalan la vivienda más o menos estacional o permanente de otros cuantos viajeros de pueblos cercanos, o de retornados de otras migraciones desconocidas, empapándose de alcohol y de noticias indistintas sobre los conocidos de la comarca. En realidad creo que se van porque no quieren saber a qué ritmo están muriendo. No sé si van buscando un buen lugar para morir, o si oyen interiormente la llamada de la selva amazónica, o la del tango, o qué carajo oyen si se caen de borrachos.

De vez en cuando, hace ya mucho, algún mozo del pueblo emigraba realmente a la Argentina, pero su presencia seguía contabilizándose en el censo vecinal, aunque fuera a modo de espíritu. Se hablaba de él como si fuera a volver o como si quizás no estuviera en realidad tan lejos y fuera a aparecer un día por un resquicio o una grieta de la montaña, como los maquis de la guerra. Muchos van allí, a la montaña, a buscar a los que se fueron, o a explorar ese territorio desde el cual o por medio del cual creen que se llega a la Argentina, en lugar de en barco. Los que quedan subsisten allí, pues, entre la montaña, el pueblo y la Argentina, hablando solos, con sus perros y con sus espíritus, todos ellos viviendo aproximadamente.
Salud.

Miguel Rodríguez Otero cuadernoylapicero@gmail.com

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