martes, 24 de agosto de 2010
Pakistan´s Floods
Tents are set up at a camp for Pakistani families displaced by floods organized by the Pakistan Army in Sukkar, Sindh province, August, 2010. (AP Photo/Kevin Frayer)
lunes, 16 de agosto de 2010
Fragmento de La Sociedad sin Relato de Néstor García Canclini
Apertura. El arte fuera de sí
Por Néstor García Canclini
Editorial Katz Editores
¿Qué está pasando con el arte, cuya muerte se anunció tantas veces, para que en pocas décadas se haya convertido en una alternativa para inversores decepcionados, laboratorio de experimentación intelectual en la sociología, la antropología, la filosofía y el psicoanálisis, surtidor de la moda, del diseño y de otras tácticas de distinción? Se le pide incluso que ocupe el lugar dejado vacante por la política y proponga espacios colectivos de gestión intercultural.
Desde principios del siglo XX la sociología mostró la necesidad de entender los movimientos artísticos en conexión con los procesos sociales. Ahora, esa implicación "externa" del arte es más visible debido al creciente valor económico y mediático alcanzado por numerosas obras. Para explicar el fenómeno no alcanzan las hipótesis que postulaban -al igual que se dijo respecto de la religión- que las artes ofrecen escenas imaginarias donde se compensan las frustraciones reales, ya sea como evasión que lleva a resignarse o como creación de utopías que realimentan esperanzas: "una especie de religión alternativa para ateos", según la frase de Sarah Thornton (2009: 12).
Tampoco parece suficiente el argumento de la sociología crítica que ve en las elecciones estéticas un lugar de distinción simbólica. La comprensión del arte culto y de las sorpresas de las vanguardias, vista como un don, decía Pierre Bourdieu, eufemiza las desigualdades económicas y da dignidad a los privilegios. ¿Cómo se reelabora el papel del arte cuando la distinción estética se consigue con tantos otros recursos del gusto, desde la ropa y los artefactos con diseño hasta los sitios vacacionales, cuando la innovación minoritaria es popularizada por los medios? La asistencia masiva a museos de arte contemporáneo hace dudar del efecto de distinción para las élites culturales: en 2005-2006 el MOMA de Nueva York tuvo 2.670.000 visitantes, el Pompidou de París 2.500.000 y la Tate Modern, la atracción más popular de Londres, recibió cuatro millones. La difusión mundial por Internet, que permite conocer obras exhibidas en muchos países, así como las críticas y las polémicas al instante, redujo el secreto y la exclusividad de esos santuarios.
Podrían acumularse ejemplos para mostrar la persistencia de estos usos sociales del arte -compensación de frustraciones, distinción simbólica-, pero necesitamos mirar los nuevos papeles que extienden su acción más allá de lo que se organiza como campo artístico. Son posibles otras explicaciones vinculadas a los logros y a los fracasos de la globalización: las artes dramatizan la agonía de las utopías emancipadoras, renuevan experiencias sensibles comunes en un mundo tan interconectado como dividido y el deseo de vivir esas experiencias en pactos no catastróficos con la ficción.
La economía, que pretendió ser la más consistente de las ciencias sociales, muestra ahora sus recursos de evidencia (estadísticas, relaciones entre costos y ganancias, entre deudas y productividad) como datos alucinantes. El neoliberalismo, anunciado como único pensamiento capaz de ordenar los intercambios y controlar las desmesuras de la inflación, acabó subordinando la economía dura -la que produce bienes tangibles- a delirios con el dinero. En vez de organizar la sociedad con reglas científicas, los economistas nombran los desórdenes con metáforas: culpan a la burbuja que infló la especulación con los beneficios de las tecnologías digitales, luego a las burbujas inmobiliarias o de inversiones sin sustento. Los científicos, trabajadores de los conceptos y las cifras, recurren a vertiginosas imágenes, como si no hubiera de qué agarrarse en una época de trabajo sin contratos, ganancias que trepan y se derrumban en horas. La política se tornó también un alarde inverosímil. Hace tiempo que cuesta reconocerla como el lugar donde se disputa el poder efectivo de las instituciones, la administración de la riqueza o las garantías del bienestar. Vamos a votar cada tres o cuatro años con dificultades para detectar a algún político no corrupto, alguna promesa creíble. Aun en naciones que recuperan, luego de dictaduras, la elección de sus gobernantes, prolifera el escepticismo: altos índices de ausentismo en aquellos países donde la votación no es obligatoria y en los que sí lo es, anulación del voto, parodias cínicas del juego político en la televisión y en Internet. Un teatro de simulaciones sospechosas.
En cambio, el arte juega con las imágenes y sus movimientos construyendo situaciones explícitamente imaginarias, con efectos disfrutables o que podemos limitar si nos perturban: nos vamos de la exposición. La mayor parte de sus intervenciones en la sociedad se acotan en museos, galerías o bienales. Se invierte en el mercado del arte por un gusto que suele durar, para obtener distinción simbólica o rendimientos monetarios más estables que los de la economía productiva o financiera.
Es cierto que las tendencias artísticas son fugaces, pero un sector amplio del público se acostumbró a que esos vaivenes sean parte del juego. Podemos hallar placer en la innovación, o adherir a distintas corrientes y sentir compatibles las preferencias por Picasso, Bacon o Bill Viola. Situarse en la última ola, la penúltima o algunas anteriores, que a veces se reciclan, no presenta tantos riesgos de exclusión social o derrumbes personales como invertir en la moneda del propio país, en dólares o en acciones de una empresa transnacional.
¿Reside el éxito del arte en su carácter "inofensivo" o ineficaz? Vamos a explorarlo a partir de otra hipótesis: el arte es el lugar de la inminencia. Su atractivo procede, en parte, de que anuncia algo que puede suceder, promete el sentido o lo modifica con insinuaciones. No compromete fatalmente con hechos duros. Deja lo que dice en suspenso. La exposición de Dora García en Santiago de Compostela, a fines de 2009, titulada "¿Dónde van los personajes cuando termina la novela ?", propone esta guía de lectura para sus obras: "Una buena pregunta debe evitar a toda costa una respuesta".
No quiero reincidir en el discurso sobre la inmaterialidad de la representación artística (la lluvia pintada en un cuadro no moja, la explosión en la pantalla no nos lastima). Tampoco en el argumento de la insularidad del campo artístico, según el cual las relaciones entre los actores de este campo siguen una lógica distinta del resto de la sociedad. Al decir que el arte se sitúa en la inminencia, postulamos una relación posible con "lo real" tan oblicua o indirecta como en la música o en las pinturas abstractas. Las obras no simplemente "suspenden" la realidad; se sitúan en un momento previo, cuando lo real es posible, cuando todavía no se malogró. Tratan los hechos como acontecimientos que están a punto de ser.
Habrá que probar esta hipótesis no sólo con lo que ocurre en los museos. También en la expansión del arte más allá de su campo propio, cuando éste se desdibuja al mezclarse con el desarrollo urbano, las industrias del diseño y el turismo. Ahora vemos que el predominio de la forma sobre la función, que antes demarcaba la escena artística, caracteriza los modos de hacer política o economía. Se desconfiguran los programas que diferencian realidad y ficción, verdad y simulacro. Lejana ya la época en que se reducía la cultura a ideología y la ideología a manipulación de los dominantes, las simulaciones aparecen cada día en todas las secciones de los periódicos.
Decenas de activistas de Greenpeace escalan edificios de Expal -una empresa española que vende bombas de racimo-, preguntan en el quinto piso si los trabajadores tienen armamento en las oficinas, entregan un video de niños de Camboya mutilados, llenan el suelo con siluetas de las víctimas y distribuyen piernas sueltas amputadas.
Los performances de guerrilleros disfrazados de policías o de militares existían antes en unos pocos países alterados por "la subversión". Ahora, en cualquiera de las ciudades donde actúan narcotraficantes y secuestradores, los diarios y la televisión documentan enfrentamientos a balazos entre grupos que visten uniformes idénticos, sea porque uno de los dos se disfrazó o porque pertenecen a la misma corporación, que está "infiltrada". En México se sabía hace años que había "fugas" de petróleo y gasolina de los ductos, pero las investigaciones sobre las redes de narcos revelaron en 2009 que en el 30% de las 557 tomas clandestinas donde se hacían "desvíos" participaban "los Zetas", brazo armado del cártel del Golfo, y funcionarios de Petróleos Mexicanos que les prestaban uniformes y vehículos oficiales para realizar esas operaciones.
¿En qué sección colocar estas noticias: en política, policiales, economía o espectáculos? Si cuesta diferenciar estas zonas, ¿pueden todavía los artistas demarcar un espacio propio? La extensión de simulacros crea un paisaje en el que ciertas pretensiones de las artes -sorpresa, transgresión irónica del orden- van diluyéndose. Las distintas indefiniciones entre ficción y realidad se confunden debido al ocaso de visiones totalizadoras que ubiquen las identidades en posiciones estables.
No sólo el arte pierde autonomía al ser imitado por movimientos sociales disfrazados. Las mezclas borrosas entre lo ilusorio y lo real también abisman el mercado del arte, como veremos en descripciones etnográficas de subastas donde los billonarios disimulan sus inexplicadas ganancias especulando con obras artísticas. El secreto acerca de quienes compran y coleccionan, las explosiones de precios y sus cíclicas caídas (como sucedieron en 1990 y en 2008) hacen sospechar intersecciones más complejas entre arte y sociedad, entre creatividad, industria y finanzas, que las que alimentaron los dilemas entre valor económico y valor simbólico en las estéticas clásicas. Existen más procesos, dentro y fuera del campo, y en sus interacciones, que contribuyen a la "des-definición" del arte, que cuando Harold Rosemberg acuñó esta expresión en los años sesenta.
Los entrelazamientos de las prácticas artísticas con las demás hacen dudar de los instrumentos teóricos y de los métodos con los que se intenta comprenderlas en las sociologías modernas y las estéticas posmodernas. ¿Sirven para algo las nociones de mundo del arte (Becker) y de campo del arte (Bourdieu) cuando sobran signos de la interdependencia de los museos, las subastas y los artistas con los grandes actores económicos, políticos y mediáticos? ¿Ayudan los análisis de Bourriaud sobre la estética relacional o son más productivas las propuestas críticas de Rancière cuando distingue entre estéticas del consenso y del disenso? ¿Qué papel juegan artistas como Antoni Muntadas, León Ferrari y Carlos Amorales, que también replantean estos vínculos de interdependencia en sus obras y puestas en escena?
El libro se puede adquirir en Katz Editores. Este fragmento se publicó con la autorización de la misma editorial
Por Néstor García Canclini
Editorial Katz Editores
¿Qué está pasando con el arte, cuya muerte se anunció tantas veces, para que en pocas décadas se haya convertido en una alternativa para inversores decepcionados, laboratorio de experimentación intelectual en la sociología, la antropología, la filosofía y el psicoanálisis, surtidor de la moda, del diseño y de otras tácticas de distinción? Se le pide incluso que ocupe el lugar dejado vacante por la política y proponga espacios colectivos de gestión intercultural.
Desde principios del siglo XX la sociología mostró la necesidad de entender los movimientos artísticos en conexión con los procesos sociales. Ahora, esa implicación "externa" del arte es más visible debido al creciente valor económico y mediático alcanzado por numerosas obras. Para explicar el fenómeno no alcanzan las hipótesis que postulaban -al igual que se dijo respecto de la religión- que las artes ofrecen escenas imaginarias donde se compensan las frustraciones reales, ya sea como evasión que lleva a resignarse o como creación de utopías que realimentan esperanzas: "una especie de religión alternativa para ateos", según la frase de Sarah Thornton (2009: 12).
Tampoco parece suficiente el argumento de la sociología crítica que ve en las elecciones estéticas un lugar de distinción simbólica. La comprensión del arte culto y de las sorpresas de las vanguardias, vista como un don, decía Pierre Bourdieu, eufemiza las desigualdades económicas y da dignidad a los privilegios. ¿Cómo se reelabora el papel del arte cuando la distinción estética se consigue con tantos otros recursos del gusto, desde la ropa y los artefactos con diseño hasta los sitios vacacionales, cuando la innovación minoritaria es popularizada por los medios? La asistencia masiva a museos de arte contemporáneo hace dudar del efecto de distinción para las élites culturales: en 2005-2006 el MOMA de Nueva York tuvo 2.670.000 visitantes, el Pompidou de París 2.500.000 y la Tate Modern, la atracción más popular de Londres, recibió cuatro millones. La difusión mundial por Internet, que permite conocer obras exhibidas en muchos países, así como las críticas y las polémicas al instante, redujo el secreto y la exclusividad de esos santuarios.
Podrían acumularse ejemplos para mostrar la persistencia de estos usos sociales del arte -compensación de frustraciones, distinción simbólica-, pero necesitamos mirar los nuevos papeles que extienden su acción más allá de lo que se organiza como campo artístico. Son posibles otras explicaciones vinculadas a los logros y a los fracasos de la globalización: las artes dramatizan la agonía de las utopías emancipadoras, renuevan experiencias sensibles comunes en un mundo tan interconectado como dividido y el deseo de vivir esas experiencias en pactos no catastróficos con la ficción.
La economía, que pretendió ser la más consistente de las ciencias sociales, muestra ahora sus recursos de evidencia (estadísticas, relaciones entre costos y ganancias, entre deudas y productividad) como datos alucinantes. El neoliberalismo, anunciado como único pensamiento capaz de ordenar los intercambios y controlar las desmesuras de la inflación, acabó subordinando la economía dura -la que produce bienes tangibles- a delirios con el dinero. En vez de organizar la sociedad con reglas científicas, los economistas nombran los desórdenes con metáforas: culpan a la burbuja que infló la especulación con los beneficios de las tecnologías digitales, luego a las burbujas inmobiliarias o de inversiones sin sustento. Los científicos, trabajadores de los conceptos y las cifras, recurren a vertiginosas imágenes, como si no hubiera de qué agarrarse en una época de trabajo sin contratos, ganancias que trepan y se derrumban en horas. La política se tornó también un alarde inverosímil. Hace tiempo que cuesta reconocerla como el lugar donde se disputa el poder efectivo de las instituciones, la administración de la riqueza o las garantías del bienestar. Vamos a votar cada tres o cuatro años con dificultades para detectar a algún político no corrupto, alguna promesa creíble. Aun en naciones que recuperan, luego de dictaduras, la elección de sus gobernantes, prolifera el escepticismo: altos índices de ausentismo en aquellos países donde la votación no es obligatoria y en los que sí lo es, anulación del voto, parodias cínicas del juego político en la televisión y en Internet. Un teatro de simulaciones sospechosas.
En cambio, el arte juega con las imágenes y sus movimientos construyendo situaciones explícitamente imaginarias, con efectos disfrutables o que podemos limitar si nos perturban: nos vamos de la exposición. La mayor parte de sus intervenciones en la sociedad se acotan en museos, galerías o bienales. Se invierte en el mercado del arte por un gusto que suele durar, para obtener distinción simbólica o rendimientos monetarios más estables que los de la economía productiva o financiera.
Es cierto que las tendencias artísticas son fugaces, pero un sector amplio del público se acostumbró a que esos vaivenes sean parte del juego. Podemos hallar placer en la innovación, o adherir a distintas corrientes y sentir compatibles las preferencias por Picasso, Bacon o Bill Viola. Situarse en la última ola, la penúltima o algunas anteriores, que a veces se reciclan, no presenta tantos riesgos de exclusión social o derrumbes personales como invertir en la moneda del propio país, en dólares o en acciones de una empresa transnacional.
¿Reside el éxito del arte en su carácter "inofensivo" o ineficaz? Vamos a explorarlo a partir de otra hipótesis: el arte es el lugar de la inminencia. Su atractivo procede, en parte, de que anuncia algo que puede suceder, promete el sentido o lo modifica con insinuaciones. No compromete fatalmente con hechos duros. Deja lo que dice en suspenso. La exposición de Dora García en Santiago de Compostela, a fines de 2009, titulada "¿Dónde van los personajes cuando termina la novela ?", propone esta guía de lectura para sus obras: "Una buena pregunta debe evitar a toda costa una respuesta".
No quiero reincidir en el discurso sobre la inmaterialidad de la representación artística (la lluvia pintada en un cuadro no moja, la explosión en la pantalla no nos lastima). Tampoco en el argumento de la insularidad del campo artístico, según el cual las relaciones entre los actores de este campo siguen una lógica distinta del resto de la sociedad. Al decir que el arte se sitúa en la inminencia, postulamos una relación posible con "lo real" tan oblicua o indirecta como en la música o en las pinturas abstractas. Las obras no simplemente "suspenden" la realidad; se sitúan en un momento previo, cuando lo real es posible, cuando todavía no se malogró. Tratan los hechos como acontecimientos que están a punto de ser.
Habrá que probar esta hipótesis no sólo con lo que ocurre en los museos. También en la expansión del arte más allá de su campo propio, cuando éste se desdibuja al mezclarse con el desarrollo urbano, las industrias del diseño y el turismo. Ahora vemos que el predominio de la forma sobre la función, que antes demarcaba la escena artística, caracteriza los modos de hacer política o economía. Se desconfiguran los programas que diferencian realidad y ficción, verdad y simulacro. Lejana ya la época en que se reducía la cultura a ideología y la ideología a manipulación de los dominantes, las simulaciones aparecen cada día en todas las secciones de los periódicos.
Decenas de activistas de Greenpeace escalan edificios de Expal -una empresa española que vende bombas de racimo-, preguntan en el quinto piso si los trabajadores tienen armamento en las oficinas, entregan un video de niños de Camboya mutilados, llenan el suelo con siluetas de las víctimas y distribuyen piernas sueltas amputadas.
Los performances de guerrilleros disfrazados de policías o de militares existían antes en unos pocos países alterados por "la subversión". Ahora, en cualquiera de las ciudades donde actúan narcotraficantes y secuestradores, los diarios y la televisión documentan enfrentamientos a balazos entre grupos que visten uniformes idénticos, sea porque uno de los dos se disfrazó o porque pertenecen a la misma corporación, que está "infiltrada". En México se sabía hace años que había "fugas" de petróleo y gasolina de los ductos, pero las investigaciones sobre las redes de narcos revelaron en 2009 que en el 30% de las 557 tomas clandestinas donde se hacían "desvíos" participaban "los Zetas", brazo armado del cártel del Golfo, y funcionarios de Petróleos Mexicanos que les prestaban uniformes y vehículos oficiales para realizar esas operaciones.
¿En qué sección colocar estas noticias: en política, policiales, economía o espectáculos? Si cuesta diferenciar estas zonas, ¿pueden todavía los artistas demarcar un espacio propio? La extensión de simulacros crea un paisaje en el que ciertas pretensiones de las artes -sorpresa, transgresión irónica del orden- van diluyéndose. Las distintas indefiniciones entre ficción y realidad se confunden debido al ocaso de visiones totalizadoras que ubiquen las identidades en posiciones estables.
No sólo el arte pierde autonomía al ser imitado por movimientos sociales disfrazados. Las mezclas borrosas entre lo ilusorio y lo real también abisman el mercado del arte, como veremos en descripciones etnográficas de subastas donde los billonarios disimulan sus inexplicadas ganancias especulando con obras artísticas. El secreto acerca de quienes compran y coleccionan, las explosiones de precios y sus cíclicas caídas (como sucedieron en 1990 y en 2008) hacen sospechar intersecciones más complejas entre arte y sociedad, entre creatividad, industria y finanzas, que las que alimentaron los dilemas entre valor económico y valor simbólico en las estéticas clásicas. Existen más procesos, dentro y fuera del campo, y en sus interacciones, que contribuyen a la "des-definición" del arte, que cuando Harold Rosemberg acuñó esta expresión en los años sesenta.
Los entrelazamientos de las prácticas artísticas con las demás hacen dudar de los instrumentos teóricos y de los métodos con los que se intenta comprenderlas en las sociologías modernas y las estéticas posmodernas. ¿Sirven para algo las nociones de mundo del arte (Becker) y de campo del arte (Bourdieu) cuando sobran signos de la interdependencia de los museos, las subastas y los artistas con los grandes actores económicos, políticos y mediáticos? ¿Ayudan los análisis de Bourriaud sobre la estética relacional o son más productivas las propuestas críticas de Rancière cuando distingue entre estéticas del consenso y del disenso? ¿Qué papel juegan artistas como Antoni Muntadas, León Ferrari y Carlos Amorales, que también replantean estos vínculos de interdependencia en sus obras y puestas en escena?
El libro se puede adquirir en Katz Editores. Este fragmento se publicó con la autorización de la misma editorial